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lunes, 14 de enero de 2013

Zoología (II)



Hoy estoy un poco pachucho. Ya sabéis, los típicos síntomas del resfriado de esta época. Junto a mi ordenador, ahora, una pila de pañuelos llenos de mocos, ojos cansados y un cierto dolor de cabeza. Esto me hace recordar mi infancia, cuando aún no estaba operado de anginas y con frecuencia las placas de pus se acumulaban en mi garganta. Era una sensación doble porque me ponía malísimo. Cogía mucha fiebre y titiritaba hasta tapado con cuatro mantas. Pero tenía la ilusión que se pasaría y que después habría crecido un par de centímetros. O por lo menos eso era lo que me aseguraban mis padres. Ahora pienso que me lo decían para que creyera que tarde o temprano me pondría bueno y que tendría que poner de mi parte para que eso ocurriese. 

También era una sensación buena porque durante eso días de fiebre mis padres estaban muy encima mío cuidándome. Recuerdo que estaba deseando que mi padre volviese del trabajo. Siempre que me encontraba así se acercaba a mi habitación y me preguntaba cómo me encontraba. Además tenía un termómetro natural en la mano. Con solo reposarla sobre mi frente sabía medir mi estado. Entonces se marchaba a la cocina y cogía un paño, lo mojaba con agua muy fría y volvía a la habitación para colocármelo en la frente. Era una sensación de alivio indescriptible cuando notaba el frío sobre mi cabeza. 

En poco instantes me encontraba mucho mejor. Entonces mi padre cogía uno de los libros de animales de mi estantería y me lo enseñaba página a página. No era un gran narrador, pero entre los dos comentábamos los diferentes animales que allí aparecían. Yo ya los conocía casi todos. Me contaba que cuando él era pequeño vivía en una casa de campesinos en la que toda la familia trabajaba para un amo. Siempre hablaba muy bien de él. Pues era el que daba cobijo a toda su familia y el que los alimentaba fuera un año de buena o de mala cosecha. 

Me explicaba que tenía en casa una habitación que parecía una biblioteca. Yo imaginaba una biblioteca grandiosa llena de libros de todas las clases. Una habitación con dos paredes llenas de estantes. Una biblioteca de esas con escalera corredera para llegar a las estanterías más altas. Imaginaba una habitación toda hecha de madera y que al fondo solo quedaba una mesa de despacho con un sillón muy cómodo de color azul que estaba orientado a una chimenea en la que la leña emitía un calor abrasador y reconfortable al mismo tiempo. 

Mi padre me contaba que cuando estaba enfermo solía llorar muchísimo a causa de la fiebre y cuando los paños fríos de su madre ya no funcionaban era el amo de la casa el que se encargaba de consolarlo. Lo llevaba a aquella biblioteca, cogía la escalera corredera, la movía en dirección a un libro que se encontraba muy alto, subía y lo cogía.  Imagino aquel libro grande y marrón, de esos que hay que soplar para retirar el polvo acumulado y poder ver el título. Zoología. Entonces, él, se sentaba junto al fuego en el sillón y cogía a mi padre en su regazo. Abría el libro y empezaba a contarle historias sobre animales que mi padre desconocía totalmente y que solo había visto en los dibujos de aquel libro. Le hablaba sobre el largo cuello de las jirafas, el grosor de los hipopótamos, el rugido del león y la piel de las cebras. Tenía tal oratoria que mi padre se relajaba tanto que olvidaba por completo su fiebre y acababa dormido en sus brazos.

Después de aquella historia de animales de la jungla en la biblioteca de madera, yo también acababa relajándome, mi padre retiraba el paño que ahora estaba caliente y ya dormido me daba un beso en la frente.

Así que ahora, cuando me encuentro así, suplico que baje y ponga un paño sobre mi frente y me cuente historias de animales que hagan que mi fiebre baje. Porque crecer, creo que no voy a crecer más.

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