Hoy estoy un poco pachucho. Ya sabéis, los
típicos síntomas del resfriado de esta época. Junto a mi ordenador, ahora, una
pila de pañuelos llenos de mocos, ojos cansados y un cierto dolor de cabeza.
Esto me hace recordar mi infancia, cuando aún no estaba operado de anginas y
con frecuencia las placas de pus se acumulaban en mi garganta. Era una
sensación doble porque me ponía malísimo. Cogía mucha fiebre y titiritaba hasta
tapado con cuatro mantas. Pero tenía la ilusión que se pasaría y que después
habría crecido un par de centímetros. O por lo menos eso era lo que me
aseguraban mis padres. Ahora pienso que me lo decían para que creyera que tarde
o temprano me pondría bueno y que tendría que poner de mi parte para que eso
ocurriese.
También era una sensación buena porque durante
eso días de fiebre mis padres estaban muy encima mío cuidándome. Recuerdo que
estaba deseando que mi padre volviese del trabajo. Siempre que me encontraba
así se acercaba a mi habitación y me preguntaba cómo me encontraba. Además
tenía un termómetro natural en la mano. Con solo reposarla sobre mi frente
sabía medir mi estado. Entonces se marchaba a la cocina y cogía un paño, lo
mojaba con agua muy fría y volvía a la habitación para colocármelo en la
frente. Era una sensación de alivio indescriptible cuando notaba el frío sobre
mi cabeza.
En poco instantes me encontraba mucho mejor.
Entonces mi padre cogía uno de los libros de animales de mi estantería y me lo
enseñaba página a página. No era un gran narrador, pero entre los dos comentábamos
los diferentes animales que allí aparecían. Yo ya los conocía casi todos. Me
contaba que cuando él era pequeño vivía en una casa de campesinos en la que
toda la familia trabajaba para un amo. Siempre hablaba muy bien de él. Pues era
el que daba cobijo a toda su familia y el que los alimentaba fuera un año de
buena o de mala cosecha.
Me explicaba que tenía en casa una habitación que
parecía una biblioteca. Yo imaginaba una biblioteca grandiosa llena de libros
de todas las clases. Una habitación con dos paredes llenas de estantes. Una
biblioteca de esas con escalera corredera para llegar a las estanterías más
altas. Imaginaba una habitación toda hecha de madera y que al fondo solo
quedaba una mesa de despacho con un sillón muy cómodo de color azul que estaba
orientado a una chimenea en la que la leña emitía un calor abrasador y
reconfortable al mismo tiempo.
Mi padre me contaba que cuando estaba enfermo
solía llorar muchísimo a causa de la fiebre y cuando los paños fríos de su madre
ya no funcionaban era el amo de la casa el que se encargaba de consolarlo. Lo
llevaba a aquella biblioteca, cogía la escalera corredera, la movía en
dirección a un libro que se encontraba muy alto, subía y lo cogía.
Imagino aquel libro grande y marrón, de esos que hay que soplar para retirar el
polvo acumulado y poder ver el título. Zoología. Entonces, él, se sentaba junto
al fuego en el sillón y cogía a mi padre en su regazo. Abría el libro y
empezaba a contarle historias sobre animales que mi padre desconocía totalmente
y que solo había visto en los dibujos de aquel libro. Le hablaba sobre el largo
cuello de las jirafas, el grosor de los hipopótamos, el rugido del león y la
piel de las cebras. Tenía tal oratoria que mi padre se relajaba tanto que olvidaba
por completo su fiebre y acababa dormido en sus brazos.
Después de aquella historia de animales de la
jungla en la biblioteca de madera, yo también acababa relajándome, mi padre
retiraba el paño que ahora estaba caliente y ya dormido me daba un beso en la
frente.
Así que ahora, cuando me encuentro así, suplico
que baje y ponga un paño sobre mi frente y me cuente historias de animales que
hagan que mi fiebre baje. Porque crecer, creo que no voy a crecer más.
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